Si bien todas las relaciones humanas son complejas, esta afirmación nunca es más exacta que en el caso de la relación médico-paciente, ya que se encuentra influenciada por factores sociales, culturales, emocionales y económicos. Igualmente cierto es que la práctica de la medicina se basa en esa interacción enfermo-médico y en el crédito que el paciente le otorga a dicha práctica.
En épocas pasadas se confiaba más en la honestidad e inteligencia del médico que en los conocimientos de la medicina, ya que si no podía curar, por sus condiciones humanas siempre podría consolar al individuo que sufría. Con el progreso científico se ha modificado esa función de ayuda espiritual para convertirlo en una persona técnicamente preparada para emplear distintos medios paliativos o curativos. Debido a esto, en nuestros días, el profesional es capaz de hacer el “bien” a través de dichas técnicas, de la misma manera que puede infligir un “mal”, aunque por supuesto ello nunca sea intencional (esto es la llamada iatrogenia, que representa todo aquello hecho por el médico que produzca un efecto nocivo en el individuo).
Según el Dr. Francisco Maglio, desde un punto de vista antropológico, la relación médico-paciente sería un proceso en el cual se pueden observar tres características: empatía, aceptación y veracidad.
El paciente necesita ver que es tenido en cuenta y, por sobre todas las cosas, que se lo demuestren con gestos. Por eso creo que por empatía debe entenderse a la “obligación” que tiene el médico de dar a su paciente un apretón de manos, un saludo amable, una palmada en la espalda o hacer una broma en el momento indicado. Esto es parte de un tratamiento integral, ya que seguramente se advierta que aunque la enfermedad no se resolverá con esta sola actitud, tal vez los efectos colaterales de una medicación o las consecuencias de una internación prolongada se atenúen.
En cuanto a la aceptación de un paciente nos referimos a una cuestión moral, es decir, interesarnos por nuestros pacientes tal como son y como piensan. Es que debe tenerse presente que el derecho a la salud está por arriba de todo sin excepciones, debiendo dejarse de lado diferencias de índole social, político, religioso, etc.
El paciente tiene derecho a saber, pero también a no saber, excepto en el caso de que se pueda dañar a terceros, como es el caso de una enfermedad infecto-contagiosa. Debido a esto la veracidad de la información que se le da al paciente sobre una enfermedad con mal pronóstico debe ser siempre maquillada con un tinte esperanzador. No creo que el médico tenga la suficiente autoridad moral, y de hecho no la tiene, para decirle a otro ser humano que no le queda mucho tiempo en esta vida. En cambio sí puede hacer que esos últimos momentos sean lo más placentero y armónico posible. Distinto es lo que pasa en otras culturas como la de países desarrollados, y cada vez más se lo puede ver en el nuestro, donde el médico da malas noticias (y el paciente las escucha) con llamativo estoicismo.
Como en toda relación humana debe haber respeto entre ambas partes y una forma de respetar al paciente es escuchándolo, desestructurando el acartonado interrogatorio que nos enseñan los clásicos libros de medicina e intentando conocer no sólo lo biológico sino también la historia personal del enfermo, es decir, aspectos familiares, sociales y laborales. Esta actitud puede demandar tan sólo diez minutos más de la conversación en el consultorio y está lejos de ser una pérdida de tiempo en el intento de realizar un diagnóstico preciso de la enfermedad. En cambio afianza lazos, reduce la ansiedad del paciente y, lo más importante, éste comienza por lo menos a confortarse, ya que muchas veces no será posible una curación.
En no pocas ocasiones los pacientes cuestionan el accionar del médico debido a una ansiedad que no tolera la incertidumbre propia de nuestra tarea, demandando estudios innecesarios. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el médico se enfrenta a una enfermedad que no se ha manifestado claramente, entonces no se le puede dar al paciente el nombre preciso y exacto de su patología, a la cual encontramos en un determinado tramo del camino que conduce a ella. Lo más importante en este caso es que el médico diga sinceramente al enfermo que si bien no se ha establecido el diagnóstico, sabe los pasos a seguir para alcanzarlo. Esto tiene un efecto más tranquilizador que una medicación, muchas veces costosa y totalmente prescindible.
Otro problema al cual se enfrenta el profesional en la práctica diaria no es de índole estrictamente médico, sino que está representado por todas aquellas cuestiones personales del paciente (pleitos familiares, dificultades económicas, desocupación, etc.) que suelen aflorar en el medio de la atención de una enfermedad. El médico debe ser cauto en estos casos y mostrarse comprensivo, tratando de mantener la distancia justa y no desviar la mirada del objetivo más importante que es la mejoría del individuo.
De todas maneras, y a pesar de las múltiples dificultades diarias a que nos vemos expuestos, esta relación es casi sin excepción enriquecedora, tanto para el paciente como para el médico que lo asiste. Creo que esta tarea de enriquecimiento es de ambos y debe fortalecerse con cada paso, ya sea favorable o desfavorable, sobre todo si el profesional muestra respeto, dedicación y compromiso, y el enfermo, junto a su familia, comprensión y paciencia.